No seamos inocentes. La segregación no es un efecto colateral indeseado producto de inocentes políticas educativas que solo buscan mejorar la calidad de la educación. La segregación escolar es un acto consciente y deliberado de opresión –en el sentido de Iris Marion Young (2011)– por el cual los grupos que ostentan el poder separan, excluyen y marginan a colectivos minoritarios, impidiéndoles, de esta forma, recibir una enseñanza de calidad. Sin esta concepción de segregación como ejercicio de poder, no estamos captando la verdadera magnitud de la segregación escolar, ni seremos capaces de comprenderla, ni podremos rearmarnos para luchar contra ella.
Extrapolando las palabras
de Manuel Castells (1999), azarosamente en estos momentos Ministro de Ciencia e
Innovación del Gobierno de España, existe segregación escolar en aquellas
situaciones en las que la distribución de estudiantes en escuelas se plantea no
solo en términos de diferencia, sino en términos de jerarquía. O, más
claramente, la segregación escolar existe porque un grupo de estudiantes es forzado,
involuntariamente, a concentrarse en determinadas escuelas, en guetos. Ello
invita a pensar la segregación como una relación de poder entre segregadores y segregados,
entre opresores y oprimidos.
Este año que celebramos el
medio siglo de la publicación de uno de los libros sobre educación más importantes
de la historia, y el más citado en la actualidad, “Pedagogía del Oprimido” de
Paulo Freire (1970), y a las puertas de conmemorar el centenario del nacimiento
del genial pensador brasileño, puede ser relevante retomar la opresión en
educación como concepto. Desde luego, en la actualidad, los oprimidos de la
educación son los niños, niñas y adolescentes recluidos en guetos por su situación
de pobreza, por haber nacido en otro país, por pertenecer al pueblo gitano o algún
otro grupo étnico-cultural minoritario, o por su discapacidad. Los opresores son
los grupos económicos y políticos que generan, favorecen y alientan la
segregación, o que no ponen los medios para compensar las desigualdades que se
producen con esta situación. Las administraciones públicas, educativas y
económicas, son corresponsables de esta situación; corresponsables por acción u
omisión, por fomentarla o por no evitarla.
Los centros educativos segregados
son lugares complejos. Las respuestas normativizadas que reciben de las
administraciones públicas están muy lejos de responder a sus necesidades reales.
La rígida burocracia muestra su peor versión al ser incapaz de aportar una
respuesta diferencial a las exigencias de estos centros. De esta forma, se
convierte en endémica la escasez de recursos y de profesionales de la educación
que soportan. Así, ratios que para centros no segregados pueden ser razonables
se convierten en insuficientes para dar respuesta a una población estudiantil
que necesita apoyo diferencial que compense sus carencias. Y lo mismo se puede
decir de los profesionales especializados, en estos centros su presencia es
especialmente necesaria, y no siempre se cuenta con ellos. Las dinámicas de
aula en estos centros son distintas, en ocasiones el profesorado debe ocuparse de
enseñar rutinas básicas, haciendo que sea imposible abarcar un sobresaturado
curriculum que se muestra excesivamente alejado de la realidad de los alumnos.
Los y las docentes se ven sometidos a una fuerte presión por las familias, por
las administraciones y por la sociedad para obtener unos resultados académicos
que, al no considerar el punto de partida, es siempre injusta. Las direcciones
escolares se enfrentan con múltiples retos, como por ejemplo una plantilla muy
inestable, que dificultan la construcción de una cultura escolar de trabajo en
equipo y apoyo mutuo y la puesta en marcha y el desarrollo de innovaciones. Y, con
todo eso, ni remotamente hemos arañado su compleja realidad.
Tenemos evidencias de que
la segregación escolar está en estos momentos en unos niveles inaceptables en muchos
países. Y la situación no parece mejorar. Quizá porque se genera por mecanismos
más sutiles y difíciles de visibilizar y combatir, porque se viste de palabras
tales como libertad de elección o de autonomía escolar, o porque se remata con una
falaz igualdad de oportunidades, que acaba responsabilizando al estudiante del
fracaso del sistema. Al fin y al cabo, no lo olvidemos, la segregación escolar no
es una anomalía del sistema, es una realidad buscada deliberadamente para
legitimar una sociedad injusta.
En la actualidad, el
mecanismo más sutil, pero también más eficaz, para lograr esa segregación es la
aplicación de la lógica del capitalismo a la educación: la creación de
cuasi-mercados escolares. Recibir una educación de calidad ya no es un Derecho Humano
que las administraciones públicas deben garantizar para todos y cada uno de los
y las estudiantes. Ahora es un bien que se somete a las leyes del mercado, que
se compra, se vende y mercadea, eso sí, con dinero público. El Estado desaparece
en el uso y la gestión del dinero de todos y es sustituido por el mercado; o,
mejor dicho, el Estado y su voraz burocracia interviene solo para promover e
incentivar lógicas de elección entre la oferta y la demanda del sistema
educativo. Y, como producto, concentraciones de los hijos de los poderosos en
unas escuelas y guetos escolares para los estudiantes más vulnerables.
Así, algunas de las
necesidades de este cuasi-mercado escolar son, por ejemplo, contar con una
oferta variada: sin que los centros sean diferentes entre sí, difícilmente
pueden competir. Con ello no solo se fomenta la creación de centros educativos
privados, laicos y religiosos, sino que se apuesta por esta palabra que, por
ser mágica, parece que no admite críticas: la autonomía escolar. Con ella se justifica
la creación de centros de excelencia, o de centros bilingües que son claros mecanismos
de segregación. Pero también hace falta “liberad de elección”, que genera la
desaparición de todo tipo de límites para que las familias pueden elegir el
centro más adecuado. Libertad falaz, dado que sólo los padres de cierto nivel
socioeconómico y cultural hacen uso de esa liberad. Es la libertad de la clase
media y alta contra la clase trabajadora. Eso sí, todo bien financiado con
fondos públicos.
La segregación escolar es,
hoy por hoy, el mecanismo más eficaz que tiene la sociedad de legitimar las
desigualdades sociales. Sin duda, si queremos una sociedad más justa e
inclusiva, acabar con la segregación ha de convertirse en la máxima prioridad
ética.
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