martes, 1 de diciembre de 2015

Esperanza Crítica en Educación para la Justicia Social

Pensadores como Platón, Rousseau, Hegel, Marx o Freud han basado su proyecto de cambio social radical en el cuestionamiento del orden establecido. Sin embargo, una crítica sin alternativa no lleva a la acción, solo al desánimo. La Pedagogía Crítica comenzó como un movimiento que combinaba una fuerte crítica con un compromiso por la esperanza. No obstante, para que la crítica no venza a la esperanza, es necesario volver a insistir en la necesidad de la esperanza para vivir, para sobrevivir. Retomando a filósofos como Herbert Marcuse (1991) o Ernst Bloch (1986), proponemos recuperar el espíritu de la esperanza y la utopía de Freire, de su Pedagogía de la Esperanza (Freire, 2005), como un camino para que la educación contribuya a una sociedad más justa. 

La esperanza es una necesidad vital de todo ser humano, sin esperanza no podemos vivir. Pero quizá, en estos momentos en que sufrimos una grave crisis global que parece que nos lleva inexorablemente al desaliento, es más necesaria que nunca. Sin embargo, no toda esperanza es válida, a veces es contraproducente e incluso reaccionaria, pues lleva al inmovilismo y al desánimo. Existe, no obstante, una esperanza crítica como antídoto contra el abatimiento y las falsas esperanzas. Para reconocerla, hay al menos tres esperanzas falsas que podemos desenmascarar: la esperanza ingenua, la esperanza mítica y la esperanza diferida (Duncan-Andrade, 2009). 

La esperanza ingenua genera la falsa expectativa de que “las cosas van a mejorar” por sí mismas. No profundiza ni observa las causas de las injusticias, ni las estructuras, ni la política. En lugar de ello, produce un adormecimiento de la conciencia puesto que no hay nada que hacer: lo que queda es esperar. Esta falsa esperanza en la escuela se observa cuando se actúa siguiendo puramente la legalidad y atendiendo prioritariamente a lo burocrático, lo que convierte las relaciones personales en huecas. La actitud de la institución hacia los estudiantes más vulnerables es paternalista. A los buenos estudiantes, que cumplen las reglas y se esfuerzan, se les cuida para que logren un éxito individual, y se ignora que los malos estudiantes están en una situación injusta de partida dado que todos juegan con las mismas reglas aun procediendo de entornos profundamente desiguales. 

La esperanza mítica comparte esta visión despolitizada y sin raíces de la desigualdad. Pone el acento en aplaudir las excepciones individuales y convierte a sus protagonistas en héroes. Se basa en la creencia de que cualquiera puede tener éxito, debilitando así la importancia de los contextos. Convierte a los estudiantes en los únicos responsables de su éxito académico, siendo incierto el camino para lograrlo. En esta esperanza descansa el espejismo de la igualdad de oportunidades y la meritocracia. 

En tercer lugar, la esperanza diferida cree que las injusticias desaparecerán con el tiempo “por arte de magia”. Por ello, los que viven en esta esperanza no ponen nada de su parte para que los problemas mejoren. Jamás inician el camino y no ponen en riesgo nada de lo ya que tienen. Para ellos, la solución no es parcial sino global y, por tanto, nada pueden hacer por cambiar. Son docentes progresistas, que manifiestan su crítica contra el sistema, las estructuras y la política en general. Al poner la solución en una utopía colectiva, lo que hacen es enmascarar su incapacidad para concretar un proyecto que contribuya a crear esperanza y a afrontar las dificultades. 

En el contexto actual, parece peligroso descartar otros tipos de esperanza como la profética, tan fantasiosa como poco realista, basada en una utopía liberadora; la esperanza romántica o de aventura, que se compromete con la praxis social y que convierte a las personas en agentes de su propio destino que se esfuerzan por crear una sociedad mejor; la esperanza precaria, que hace hincapié en la necesidad de transformar la sociedad que quiere lograr una utopía liberadora. Ahora más que nunca, es preciso contrarrestar la ideología neoliberal y animar a los educadores comprometidos a trabajar para lograr una sociedad más justa a partir de conseguir pequeños cambios en su quehacer cotidiano. Pensar globalmente, actuar localmente. 

De desenmascarar estas falsas esperanzas surge la esperanza crítica, la verdadera enemiga de la desesperanza. Está compuesta de otras tres esperanzas: la material, la socrática y la audaz. La esperanza material parte de la sugerente idea de cultivar a los estudiantes aunque crezcan en entornos yermos, o contra todo pronóstico. Es apelar a la calidad del docente entendida como aquella que verdaderamente hace progresar a los estudiantes, aquella que permite desarrollar a todos y cada uno de ellos y ellas. No hay justicia social si no hay un verdadero aprendizaje, si la enseñanza no conecta las exigencias del currículum con su vida diaria y con su realidad en un contexto desfavorecido como el suyo. 

El segundo elemento es el socrático. Como decíamos, la esperanza no es ingenua, sino que por el contrario es reflexiva. Con ella los docentes se sienten cuestionados por el fracaso de sus estudiantes y, lejos de abandonar, se comprometen, son autocríticos con su trabajo y asumen la responsabilidad para que sus estudiantes alcancen mayor éxito. Tampoco excusan a los estudiantes de su responsabilidad, pero esta corresponsabilidad se establece mediante una relación de mutua confianza en la que los docentes apoyan de múltiples formas, incluso fuera del horario lectivo. Son docentes que asumen inseguridades y aceptan retos, que entienden que lo que vale la pena siempre es difícil y conlleva riesgo. 

La esperanza audaz, por último, supone asumir un compromiso colectivo y tiene una dimensión grupal. Se basa en la conexión de la indignación sobre las diferentes formas de opresión -las cinco caras de la opresión de Young (2000)- con una esperanza que actúa para cambiar y transformar la realidad. A diferencia de la esperanza ingenua, que nos hace creer que este cambio no nos costará nada, la esperanza audaz parte del sufrimiento, del esfuerzo y de la voluntad de intentar el camino una y otra vez. Requiere una actualización del discurso y una transformación radical de las escuelas. 

Hablar de Pedagogía Crítica es hablar de amor por las personas y de respeto a la dignidad humana, pero también es hablar de coraje y de audacia para confrontar y resistir las condiciones de opresión que llevan a la deshumanización. Kincheloe (2008) afirmó que la Pedagogía Crítica está interesada en los márgenes de la sociedad, en la experiencia y las necesidades de individuos encarados con la opresión y la marginación. Pero, sobre todo, está interesada en cambiar esa realidad mediante un proceso de esperanza crítica que parta de la reflexión y lleve a la acción. 

De nuevo, las palabras de Freire (2005) nos ayudan a humanizar el discurso: "Mi esperanza es necesaria pero no es suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la fuerza flaquea y titubea. Necesitamos la esperanza crítica como el pez que necesita el agua incontaminada" (p. 8).

La esperanza crítica en educación ha de ser un proceso de profunda reflexión sobre nuestras acciones, nuestras concepciones y los imaginarios sociales que poseemos (Brookfield, 2000). Así, por ejemplo, se hace preciso romper el círculo vicioso entre la culpa y la inocencia acerca de las dificultades de aprendizaje de los estudiantes. Para contrarrestarla, hay que ser conscientes de las suposiciones “trampa”: de las verdades que no se ponen en duda, de los engaños prescriptivos, de los prejuicios y de los hábitos incuestionados. 

Solo es posible romper estas trampas con un proceso de formación, reflexión y acción a partir de la idea del docente como intelectual crítico (Smyth, 2011). Un intelectual que es más que un mero técnico que aplica lo decidido por otros; que se compromete con sus estudiantes, con sus colegas y con la sociedad; que genera las condiciones en las que aprender proporcionando un entorno ético basado en los valores de equidad, compasión y reflexión crítica. El docente comprometido no puede permanecer satisfecho e impasible sino que debe buscar comprometer a sus estudiantes, retarles y confrontarles críticamente con la realidad, llevándoles a desvelar las estructuras de la opresión. 

No podemos cerrar sin volver a recurrir a Freire, quien nos acompañó en todo este camino: “Una de las tareas de los educadores comprometidos es desvelar oportunidades de esperanza, sin que importen los obstáculos que pueda haber” (Freire, 2005, p. 91).

Sin esperanza no hay educación y sin esperanza crítica no habrá una educación que construya una sociedad más justa. 

Referencias 

Apple, M. (2013). On Being a Scholar/activist. En M. Apple (Ed.), An introduction to Knowledge, Power and Education (pp-1-18). Nueva York: Routledge. 

Bloch, E. (1986). The Principles of Hope. Cambridge, MA: MIT Press. 

Brookfield, S. D. (2000). Transformative Learning as Ideology Critique. En J. Mezirow (Ed.), Learning as transformation: Critical perspectives on a theory in progress. San Francisco, CA: Jossey-Bass. 

Duncan-Andrade, J. (2009). Note to Educators. Hope Required When Growing Roses in Concrete. Harvard Educational Review, 79(2), 1-13. 

Freire, P. (2005). Pedagogía de la Esperanza. Un reencuentro con la Pedagogía del Oprimido. Ciudad de México, D.F.: Siglo XXI. 

Kincheloe, J. L. (2008). La pedagogía crítica en el siglo XXI: evolucionar para sobrevivir. P. McLaren y J. L. Kincheloe (Eds.), Pedagogía Crítica (pp. 25-69). Barcelona: Graó. 

Marcuse, H. (1991). An Essay on Liberation. Boston: Beacon Press. 

Smyth, J. (2011). Critical Pedagogy for Social Justice. Nueva York: Continuum International Publishing Group. 

Young, I. M. (2000). La justicia y la política de la diferencia. Madrid: Cátedra

Referencia Original

Murillo, F. J. y Hernández-Castilla, R. (2015). Esperanza Crítica en Educación para la Justicia Social. Revista Internacional de Educación para la Justicia Social, 4(2), 5-9.


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domingo, 1 de noviembre de 2015

La Evaluación de Estudiantes como Práctica Política y Social en Tiempos Neoliberales

La evaluación es una de las actividades educativas que más incide en el proceso de aprendizaje de los estudiantes. Así, la forma en que los docentes y las escuelas evalúan, el qué se evalúa, el cuándo, el para qué y para quién, tiene enormes repercusiones en el desarrollo de los estudiantes en el aula y, con ello, en su vida presente y futura.

Vivimos en un momento de sobre-evaluación. Si hace pocos años se defendía la necesidad de fomentar en educación y una cultura de evaluación, en la actualidad se observa una obsesión por evaluar: todo, a todos y en todo momento. Evaluaciones de diagnóstico, nacionales, internacionales, regionales, externas, internas…, a docentes, escuelas, de programas… Tanto que a veces los docentes se pasan mas tiempo preocupados por los resultados de sus estudiantes en estas evaluaciones (y los de ellos mismos) que de su desarrollo integral. Esta vieja idea de “teaching for the test” es cada día más una realidad. ¿Qué mejor forma hay de controlar lo que hace un docente que someterle a una constante presión para que sus estudiantes rindan en pruebas externas con contenidos y formatos impuestos?

Sería interesante analizar la evolución del presupuesto educativo dedicado a las múltiples y variadas formas de evaluación, y la cantidad destinada, por ejemplo, a la investigación educativa o al fomento de la innovación educativa. Dime cómo distribuyes tu presupuesto y te diré tus prioridades: controlar lo que se hace o generar nuevas ideas o prácticas.

Esta sobre-evaluación está acompañada con la enorme repercusión que sus resultados han adquirido. Quién nos hubiera dicho hace unos años que las políticas educativas de muchos países se definirían a partir de las respuestas de unos pocos estudiantes ante una prueba de Matemáticas redactada por un grupo de expertos que no saben nada (ni les importa) de las personas que viven en ese país: de lo que quieren, de lo que esperan, de lo que necesitan…

En realidad, de lo que estamos hablando es de la utilización política de la evaluación y sus resultados. No es muy arriesgado afirmar que la función principal de la evaluación para con el Estado es de rendición de cuentas (accountability) (Moreno Olivos, 2014). Así, la escuela y los docentes tienen que demostrar que todo el dinero dedicado a la educación ha sido utilizado en aquello que el Estado considera relevante. La evaluación, desde esta perspectiva, se percibe como una mera herramienta para demostrar que el rendimiento de los estudiantes (en Lengua, Matemáticas, Ciencias e Inglés, es decir, las materias más instrumentales) ha mejorado. Esta rendición de cuentas no tiene en cuenta el contexto, las expectativas, los condicionantes, el nivel socio-económico, las motivaciones de las escuelas o familias o el origen cultural de los estudiantes, sino que se extiende como un rasero “igual” para todos. Esta evaluación tampoco se preocupa de los aspectos socio-afectivos y psicomotores del desarrollo, de la autoestima, la creatividad, el compromiso, del bienestar de los estudiantes… Frente a esta realidad, las escuelas, y por supuesto los docentes, se sienten presionados para que sus estudiantes logren los conocimientos establecidos en algunas materias del currículum obligatorio para que se demuestre que están “aprendiendo” aquello que el Estado ha establecido como necesario, creando “la mano de obra” necesaria que el capitalismo de mercado imperante ha determinado en la sociedad actual.


Pero también, estas evaluaciones y sus resultados están sirviendo como un instrumento necesario para introducir mecanismos de cuasi-mercado en los sistemas educativos. La idea es sencilla, la competencia entre centros escolares “mejorará” los mismos mediante procesos de selección “natural”. Para que las familias hagan la mejor elección de escuelas, se le debe dar información. Claro la información que el Estado considera relevante: el grado de consecución de los criterios impuestos por él. Y para evitar el debate, a eso se le llama calidad de la educación.
Seguir está lógica de rendir cuentas sobre la adquisición de los conocimientos y competencias establecidas como “necesarias”, convierte a los docentes en reproductores de la cultura y del currículum imperante. Los docentes que no reflexionan sobre su forma de evaluar, inevitablemente, están siendo participes del servilismo a la autoridad y al mantenimiento del status quo. La profesora Aurora Lacueva (1997) considera que a menudo la evaluación favorece el control social, ya que beneficia las conductas más sumisas y cercanas a las normas establecidas por el currículum imperante, con un respeto incuestionable al status quo social. En palabras de Delandshere (2001):
      Cuando los maestros son conscientes de las consecuencias sociales de sus acciones, por defecto, contribuyen a reproducir el statu quo. Sería, por supuesto, absurdo atribuir la reproducción de las estructuras sociales exclusivamente a las prácticas escolares, enseñanza y evaluación. Otras instituciones y sistemas de valores contribuyen también en gran medida a este fenómeno. Las escuelas, sin embargo, tienen un lugar privilegiado en la selección (evaluación) de los que saben y los que no lo hacen. Las prácticas de evaluación valorando las formas particulares de conocimiento y que operan a través de un sistema jerárquico de la autoridad y el poder son en su mayoría en detrimento de los que están en la parte inferior de la jerarquía. Las prácticas de evaluación actuales reproducen el orden social […] favoreciendo a los individuos que ya han heredado un cierto capital cultural y económico, los cuales se mantendrán y serán protegidos por las mismas personas que también pasan a ocupar posiciones de autoridad y poder. (pp. 130-131)
Siguiendo esta provocativa reflexión de Delandshere (2001), la evaluación estandarizada externamente diseñada favorece al mantenimiento del orden social establecido, favoreciendo únicamente a los estudiantes de familias de posiciones sociales más altas, en detrimento de aquellos estudiantes que no tienen el mismo nivel socio económico y cultural. De nuevo siguiendo a Lacueva (1997), añade que:
      Así, la evaluación a partir de ejercicios vacíos de verdadero significado plagados de términos técnicos a memorizar, tiende a desfavorecer aún más a los estudiantes de sectores de menores ingresos, cuyos padres no pueden ayudarlos en sus estudios, cuyos hogares están desprovistos de libros o periódicos y a quienes, por estas y otras razones, les cuesta mucho más asumir una enseñanza poco pertinente y llena de convencionalismos para ellos poco conocidos. (pp.125-126)
Como docentes, es nuestra obligación reflexionar qué sociedad queremos, y diseñar evaluaciones que sean coherentes con esa sociedad (Murillo e Hidalgo, 2015a). Las evaluaciones estandarizadas que favorecen la rendición de cuentas mantienen el status quo y el orden social establecido. Caminar hacia evaluaciones más equitativas, centradas en cada estudiante, sus necesidades y su contexto, optimistas y positivas, culturalmente sensibles, participativas y no jerárquicas, con un enfoque que combine inteligentemente lo cuantitativo y lo cualitativo, y orientadas hacia el aprendizaje, favorecerá que nuestros estudiantes sean más críticos, reflexivos y comprometidos con la sociedad (Murillo e Hidalgo, 2015b). Está en nuestras manos promover el cambio social, y la evaluación es una de las herramientas más potentes para lograrlo.

Referencias

Delandshere, G. (2001). Implicit theories, unexamined assumptions and the status quo of educational assessment. Assessment in Education: Principles, Policy & Practice, 8(2), 113-133.

Lacueva, A. (1997). La evaluación en la escuela: una ayuda para seguir aprendiendo. Revista da Faculdade de Educação, 23(1-2).

Moreno Olivos, T. (2014). Posturas epistemológicas frente a la evaluación y sus implicaciones en el currículum. Perspectiva Educacional, 53(1), 3-18.

Murillo, F. J. e Hidalgo, N. (2015a). Dime cómo evalúas y te diré qué sociedad construyes. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(1), 5-9.

Murillo, F. J. e Hidalgo, N. (2015b). Enfoques Fundamentantes de la Evaluación de Estudiantes para la Justicia Social. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(1), 43-61.

Referencia Original

Murillo, F. J. e Hidalgo, N. (2015). La evaluación de estudiantes como práctica política y social en tiempos neoliberales. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(2), 5-7.
https://revistas.uam.es/index.php/riee/article/view/2884/3101

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jueves, 1 de octubre de 2015

¿Puede la Educación Cambiar la Sociedad?

Aunque la respuesta a esta cuestión puede parecer sencilla, no lo es tanto. Al menos no ha habido una respuesta unívoca en el último medio siglo. En estos 50 años hemos pasado del optimismo más desaforado, al pesimismo más frustrante. Y quizá no sea ni lo uno ni lo otro.

El punto de partida es la década de los 60, junto con el movimiento hippy, la guerra fría, la batalla por la conquista del espacio, el “haz el amor y no la guerra”… había una desmesurada confianza en que la educación podía cambiar el mundo, hacer un mundo más justo y mejor. La idea era simple, se puede mejorar la educación y con ello se mejorará la sociedad, es decir la educación como motor de cambio.

La certificación del fracaso de ese sueño hizo que se cayera en el pesimismo más absoluto. Así,  en los 70 y 80 se asumió que el papel de la educación era el de reproducir las desigualdades de la sociedad. Quizá sea lógico pensar que es muy alta la probabilidad de que un niño o una niña procedente de una familia rica acabe teniendo un título universitario y eso le legitime para seguir siendo rico. Pero suponer que un niño o una niña pobre, solo por el hecho de pertenecer a una familia de escasos recursos, apenas consiga una titulación básica y acabe siendo pobre, ya no lo es tanto. Es más, si profundizamos un poco, nos damos cuenta que el papel de la escuela es seleccionar y jerarquizar a los estudiantes para que la sociedad mantenga el privilegio de unos pocos. Así la escuela cumple un papel de legitimador de las diferencias, desigualdades y exclusiones.

Nuestra visión en la actualidad se sitúa en un punto intermedio. Como dice magníficamente Apple (2012), la educación puede cambiar la sociedad, pero no tanto ni en el sentido que imaginamos o deseamos. Aunque tal vez la pregunta que nos debemos hacer sea otra: ¿qué hay que hacer para que la educación pueda cambiar el mundo?

Alguna certeza tenemos; por ejemplo, la coherencia entre lo que hacemos y lo que buscamos. Si queremos una sociedad democrática, debemos tener una escuela democrática. Si deseamos una sociedad inclusiva, sin discriminaciones ni marginaciones, debemos trabajar por una escuela inclusiva. Una escuela accesible a todos, donde todos se sientan valorados y se beneficien de la experiencia de participar y aprender en contextos de diversidad. Si buscamos una sociedad más justa, tenemos que trabajar por conseguir una escuela más justa, donde reciban más aquellos que más lo necesitan. O podemos mirarlo desde la otra perspectiva: una escuela elitista, competitiva, jerárquica, que segrega, que margina y que expulsa solo generará una sociedad con idénticas características.

También sabemos que si una escuela no se plantea explícitamente una educación de todos y para todos, una educación inclusiva, seguramente, quizá sin darse cuenta, estará favoreciendo inequidades y marginaciones. Porque solo con una acción intencionada y planificada es posible luchar contra las desigualdades de la sociedad.

Tres elementos para conseguir una escuela que contribuya a hacer una mejor sociedad (Smyth, 2011):
  • En primer lugar, docentes como intelectuales críticos. Profesores y profesoras comprometidos con los estudiantes y con la sociedad, sensibles ante las injusticias e implicados en la lucha contra ellas.
  • En segundo lugar, estudiantes como agentes de cambio. Con autoestima, conocedores de las injusticias y sensibles ante ellas.
  • En tercer lugar, comunidades educativas comprometidas y trabajando unidas en pos de valores y objetivos compartidos.
La educación puede hacer que la sociedad cambie, sin duda, pero si y solo si lo creemos posible y actuamos para que así sea.

Referencias


Apple, M.W. (2012). Can education change society? Londres: Routledge.

Smyth, J. (2011). Critical pedagogy for social justice. Nueva York: Continuum.

Referencia Original

Murillo, F. J. y Duk, C. (2015). ¿Puede la educación cambiar la sociedad?. Revista Latinoamericana de Investigación Educativa, 9(2), 9-11.

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miércoles, 1 de julio de 2015

Freire versus Rawls

Nos seduce la provocación que supone enfrentar a Paulo Freire y John Rawls. 

El primero, el más importante pedagogo del siglo XX; el segundo, el más importante filósofo político de ese tiempo. Ambos nacieron el mismo año, 1921, ambos publicaron su obra clave en fechas parecidas a una edad de 50 años (Pedagogía del Oprimido y Teoría de la Justicia, respectivamente) y ambos murieron en torno al cambio de siglo (1997 y 2002). Ambos americanos, del norte y del sur, y ambos profesores de universidad, de Harvard y de Campinas. Pero tan diferentes entre sí... 

Freire, nacido de familia humilde en la América pobre en tiempos de crisis. Con una historia vital tan comprometida como activa, sufriendo en carnes propias injusticias y opresiones. Empieza su actividad profesional en la administración del estado de Pernambuco hasta que, en 1961, con 40 años, entra en la universidad como director del Departamento de Extensión Cultural de la Universidad de Recife donde desarrolla su famoso método de alfabetización. Dos años antes, en 1995, había obtenido el título de Doctor en Filosofía e Historia de la Educación con la tesis “Educação e atualidade brasileira”. Esa vida “tranquila” se trunca con el golpe de estado de 1964; entonces es relegado de sus funciones y debe exiliarse en Bolivia, Chile y Suiza, donde desarrolla una intensa labor pedagógico-política. Regresa a Brasil 1979 y un año después acepta un puesto docente en la Universidad de Campinas, allí permanece hasta su jubilación en 1990. 

Rawls, con una biografía más de observar las injusticias que de vivirlas, fue un estudiante brillante que a los 29 años ya era doctor en Filosofía por la Universidad de Princeton y, tras enseñar en Oxford, Cornell y el M.I.T. (donde trabaja con Noam Chomski), a los 40 años entra como docente en la Universidad de Harvard hasta tu jubilación obligatoria en 1991. Es decir, un intelectual de vida tranquila centrado en enseñar y escribir. Sus cursos habituales a lo largo de esos 30 años fueron de Filosofía Moral, con lecturas de Butler, Hume, Kant, Sidgwick, y de Filosofía Política y Social, donde se centróen Hobbes, Locke, Rousseau, Mill y Marx. 

Ideológicamente ambos intelectuales están en lugares radicalmente diferentes, pero manteniendo una visión crítica de la sociedad que les sitúa en una posición de búsqueda de una transformación más o menos radical. Freire socialista católico con influencias de Jaspers, Marcel, Marcuse, Fromm, Marx, Lukács, Makarenko, Celestin Freinet, Karl Rogers, Ivan Illich... Rawls liberal entendido como social-demócrata europeo, influido por Rousseau, Kant, pero especialmente por Hegel, sobre quien escribió un lúcido ensayo. De ideas progresistas, y con una visión crítica de las sociedades desarrolladas. Algunas de sus propuestas encontraron oposición incluso dentro de su propia Universidad (con el conservador Rector Nathan Pusey a la cabeza). 

Freire desarrolló su pensamiento a partir de los países más pobres, Rawls aportó sus ideas para hacer que las instituciones básicas de países desarrollados fueren más justas. Pero curiosamente ambos fueron criticados por entender que sus ideas estaban tan profundamente contextualizadas que impedían su generalización a otras realidades. 

Ni Freire citó nunca a Rawls, ni Rawls a Freire; lo que no implica que no conocieran mutuamente sus aportaciones dada la repercusión que ambos tuvieron en las mismas fechas. Incluso Freire fue profesor visitante en Harvard en 1969, coincidiendo con Rawls; luego no sería de extrañar que se hubieran encontrado personalmente. Es llamativo que Freire apenas utilizara el término “Justicia Social” en sus textos (no así “injusticias”); Rawls, por su parte, nunca tuvo en la Educación una mirada prioritaria. 

Incluso en sus ideas de Justicia Social sus puntos de vista son diferentes. Rawls fue el gran fundamentador de la Teoría de la Distribución, sin duda la más importante e influyente de todas las propuestas de concepualización de Justicia Social (para seguirla o para criticarla). Freire, sin abordarlo claramente, podría ser ubicado como un precursor de la Justicia Social como Reconocimiento, 20 años antes de su formulación, en la más pura tradición de la Escuela de Frankfort. Así, habla de “revolución cultural” como forma de acabar con las injusticias. 

Es difícil sintetizar las aportaciones de ambos. Freire es el gran revolucionario de la Educación. Nos removió la conciencia planteándonos una nueva mirada que va desde la finalidad última de la educación (la liberación del hombre, y no el desarrollo económico), hasta la forma de alcanzarla. Nos insiste en la necesidad de una educación liberadora, concientizadora, integral... en una pedagogía del oprimido, de la resistencia, de la indignación, de la esperanza... Nos abrió la mirada a la comprensión de la educación entendida como movimiento de praxis pedagógico-política. La influyente pero insuficientemente aprovechada Pedagogía Crítica tiene su fundamento en él. 

Rawls, por su parte, es el referente en el análisis y la conceptualización de la Justicia Social. De las lecciones que nos legó destacamos su insistencia en subrayar la Justicia Social como valor máximo de la sociedad, comprendió (y nos hizo comprender) que las injusticias están arraigadas en una estructura injusta de la sociedad y que solo modificando esas estructuras es posible construir una sociedad más justa. Quizásus ideas no constituyan nuestro referente para construir una sociedad más justa, pero planteamientos más comprometidos y radicales (y que nos convencen más) como los de Iris Marion Young o Nancy Fraser se basan en sus ideas. 

Ambos son de obligada lectura, porque solo conociéndoles será posible seguirles o criticarles. Ambos cambiaron nuestra forma de ver la Educación y la Justicia Social, siendo los dos un referente imprescindible e ineludible. Ambos contribuyeron a cambiar el mundo.

Referencia Original

Murillo, F. J. y Hernández-Castilla, R. (2015). Freire versus Rawls. Revista Internacional de Educación para la Justicia Social, 4(1), 5-8.

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viernes, 1 de mayo de 2015

Dime Cómo Evalúas y Te Diré Qué Sociedad Construyes

La evaluación educativa es una actividad de marcado carácter político. Qué evalúes, cómo, cuándo, para qué, para quién… determina, y está determinada, por la sociedad que queremos, por nuestra utopía. Quien defiende la evaluación como una actividad meramente técnica cargada de palabras tales como validez, fiabilidad u objetividad, ya nos está diciendo desde qué posición ideológica parte y qué mundo desea.

Esta concepción política de la evaluación implica el reconocimiento explícito de que los valores, ideales y formas de entender el mundo que tienen los docentes y la escuela son transmitidos a sus estudiantes, que sólo se puede construir una sociedad democrática haciendo de la democracia la forma de ser de la escuela y el aula, que sin unos docentes intelectuales críticos de su propia realidad difícilmente la educación puede contribuir a cambiar el mundo, a hacerlo más justo...

La forma que tenemos de evaluar marca inexorablemente a nuestros estudiantes, en la escuela y a lo largo de toda su vida, y con ello se contribuye a crear una sociedad u otra. Dime cómo evalúas y te diré qué sociedad construyes.

La evaluación no solo mide lo aprendido, ni siquiera valora lo enseñado, también enseña por sí misma. No es lo mismo preguntar cuánto tenemos que pagar por un vestido que vale 500 euros si nos hacen un descuento del 60%, que solicitar al estudiante que calcule con cuánto dinero debe vivir una familia cuyos únicos ingresos son los 500 euros del subsidio de desempleo y que debe dedicar el 60% a pagar el alquiler. No es lo mismo completar un test “neutro” con respuestas verdaderas y falsas (corregido por un lector óptico, que es más barato), que desarrollar una prueba donde tengan que buscar alternativas creativas ante un dilema de una situación real. No es lo mismo una auto-evaluación, o una evaluación por pares, que una evaluación jerárquica marcada por el miedo al fracaso. No es lo mismo una evaluación optimista donde se destaque lo aprendido y se celebren los éxitos, que otra donde solo existan fallos y limitaciones del examinado. No es lo mismo una evaluación incorporada al proceso de enseñanza y aprendizaje, donde constantemente se devuelve información al estudiante, que una actividad puntual y externa al proceso de enseñanza.

Nos gustan las palabras de Pérez Expósito y González Aguilar (2011):
      La escuela pareciera ser uno de estos espacios; a través de las múltiples prácticas que en ella tienen lugar, se despliegan significados asociados a ciertos valores como puede ser la justicia social. De esta forma, los mecanismos que las escuelas establecen para la selección, clasificación y distribución de sus estudiantes, el ejercicio de la autoridad y la toma de decisiones, el tratamiento de la diversidad, o las formas de participación de los distintos actores (directores, maestros, padres de familia, estudiantes, personal administrativo, entre otros) en la vida escolar, son ejemplos de prácticas que despliegan una o diversas formas de entender la justicia social y, en ese sentido, se convierten para los estudiantes en oportunidades reales de interiorizar, apropiar o resistir los significados que la definen. (p.136)
Si llevamos a cabo una evaluación competitiva, desvinculada del proceso de enseñanza e igual para todos (es decir, que beneficia a algunos) estaremos promoviendo una sociedad competitiva, elitista, individualista y cuya principal función es seleccionar y clasificar a los estudiantes para ocupar los diferentes puestos en la sociedad. No obstante, si llevamos a cabo una evaluación centrada en el aprendizaje de los estudiantes, que se preocupe de su desarrollo socioafectivo y que le implique activamente en su evaluación de forma crítica, lograremos una sociedad crítica, equitativa y que permita el desarrollo pleno de los estudiantes, permitiendo la movilidad social. En palabras de Delandshere (2001):
      La evaluación tiene muchas implicaciones en el sistema educativo, el aprendizaje de los estudiantes y en última instancia con la posibilidad de que el cambio y la calidad de vida de la escuela. Mientras la enseñanza escolar y el aprendizaje están subordinados a estas prácticas dudosas de evaluación, se producirá formas de enseñanza y aprendizaje que son estrechas, monolíticas y desmotivadoras para la mayoría de los profesores y los estudiantes. Esta evaluación sólo puede desventajar a los estudiantes que aún no tienen acceso a otras formas de aprendizaje o, en términos de Bourdieu, al capital cultural y económico, de ahí que juegan y que reproducen las estructuras socio-económicas actuales. (p.131)
Una evaluación que promueva la transformación social y que logre una sociedad con valores cercanos a la equidad, la solidaridad, el respeto y la justicia social tiene que ser una evaluación culturalmente sensible, continua y procesual, ética, del desarrollo integral, con especial énfasis en el autoconcepto, interdisciplinar, crítica y reflexiva, democrática y que promueve la participación social, y optimista.

En primer lugar, para lograr una verdadera valoración y reconocimiento de todas las personas sin exclusión, es necesario que los docentes promuevan una evaluación sensible a las diferencias culturales de sus estudiantes. Ello implica, por una parte, que las estrategias de evaluación se adapten a las diferencias culturales de cada estudiante; pero también que los docentes sean conscientes de los valores, cultura e ideologías imperantes en el currículum oculto y eviten que se conviertan en sesgos que discriminan e infravaloran a los estudiantes que se ubican en los márgenes de una supuesta "normalidad" estadística.

Pero una evaluación que tenga en cuenta las diferencias culturales de los estudiantes no es suficiente. También es necesario que promueva activamente la implicación y el compromiso activo de toda la comunidad en dicha evaluación, especialmente de los directamente afectados, los evaluados. Difícilmente podemos construir una sociedad democrática partiendo de una evaluación jerárquica y represiva donde "el que sabe" le dice "al que no sabe" qué ha hecho mal según sus propio marco de interpretación. Empoderar a los estudiantes en su propia evaluación y la de sus compañeros se traduce en un sentimiento de responsabilidad en el propio aprendizaje, lo que sin duda tiene fuertes implicaciones en su participación activa en la sociedad. Este empoderamiento también ha de traducirse en actividades de coevaluación, autoevaluación, así como el consenso con los docentes de contenidos, estrategias, momentos y criterios de evaluación.

Plantear una evaluación a partir de principios democráticos se traduce en compartir con los estudiantes todas las decisiones que afectan a la planificación y desarrollo del proceso evaluativo con estrategias tales como la asamblea, el debate o los grupos de discusión. La democracia real refuerza el sentimiento de pertenencia de los estudiantes en el aula y en la escuela, al sentir que los temas relativos a la evaluación han sido una decisión compartida, donde las ideas, inquietudes y opiniones de los estudiantes han sido tenidas en cuenta. Cuando el estudiante vive la evaluación desde planteamientos radicalmente democráticos, se favorece su participación, implicación y acción para el cambio, construyendo el sentido de responsabilidad para "mojarse" y luchar contra las injusticias sociales.

Un cuarto elemento esencial para que la evaluación ayude a construir una sociedad mejor es que contribuya a formar ciudadanos críticos y reflexivos. Para ello, la evaluación no puede ser únicamente memorística o centrada en conocimientos teóricos, sino que debe incluir espacios con preguntas referidas a la realidad social, injusticias o dilemas morales que promuevan una reflexión de los estudiantes y la construcción de argumentos. De esta manera se ayuda al estudiante a elaborar un discurso, ser crítico con aquello que le rodea y reflexionar sobre problemáticas y situaciones próximas a él. Además de favorecer la capacidad crítica, esta evaluación desarrolla la capacidad empática del estudiante, así como su sensibilidad y proactividad.

Referido al proceso evaluativo, la evaluación no puede únicamente medir de forma cuantitativa y puntual el aprendizaje de los estudiantes (como hacen las pruebas estandarizadas). Para que la evaluación tenga la capacidad de transformar la sociedad, es necesario que mida el avance de cada estudiante, teniendo en cuenta el punto de partida en su aprendizaje. La evaluación ha de tender a ser continua, formativa, con miradas cualitativas, que aporten información para la mejora del aprendizaje, pero también de la enseñanza. Para ello, es necesario que el docente devuelva la evaluación de forma positiva, reforzando las potencialidades del estudiante e incluyendo aspectos que sirvan para su reflexión. La variedad en los procedimientos de evaluación permite recoger los avances en diferentes capacidades, diferentes modos de aprender, valorar diferentes competencias y aprendizajes. Un único modo de evaluar lastra a unos, favorece a otros. En este sentido es injusta.

Muy vinculado a este proceso de evaluación, es necesario plantearse ¿qué evaluamos? Evaluar únicamente los conocimientos instrumentales no nos ofrece una visión real del avance y progreso en el aprendizaje de los estudiantes. Más allá de los conocimientos teóricos y procedimentales es fundamental trabajar y evaluar el autoconcepto de los estudiantes, dado que tiene una fuerte relevancia con su rendimiento. Así, la evaluación no solo tiene que intentar tener en cuenta el estado emocional del estudiante, sino favorecer su desarrollo. Una evaluación positiva, que potencia el aprendizaje, que implica a los estudiantes, destaca los avances y fortalezas y que propone retos al estudiante favorece que éste tenga un autoconcepto académico positivo de sí mismo.

Tradicionalmente, la evaluación se ha concebido como una parcela aislada que cada docente plantea para su asignatura. No obstante, ese planteamiento se encuentra muy alejado de desarrollar una evaluación verdaderamente auténtica, donde la evaluación pueda transferirse a la vida de cada uno de los estudiantes. Para que esta evaluación pueda ser más vivencial para los estudiantes es necesario que sea interdisciplinar, es decir, que incluya elementos de las diferentes materias que conforman el currículum de forma holística e integrada. Así, el estudiante no tiene que realizar solo una operación matemática o comprender un texto, sino resolver un dilema o problema social en el cual aplicar conocimientos sociales, matemáticos, lingüísticos, tecnológicos etc. De este modo, el estudiante comprende su aprendizaje y su evaluación de una forma más global ayudándole en su formación para la construcción de una mejor sociedad.

Pero también ha de ser una evaluación optimista y alegre, donde se destaque el buen hacer y lo logrado, frente a los desafíos por alcanzar. La totalidad de los estudiantes aprende en la escuela, progresa… pero nos centramos en las cosas que no han funcionado como creemos que debería hacerse. En lugar de utilizar la evaluación para reforzar la autoestima, valorar a los estudiantes y celebrar lo conseguido, se utiliza solo para destacar lo negativo. Hay que utilizar la evaluación como excusa para la celebración. Sin duda, una evaluación justa ha de tener una mirada constructiva donde se mire el aprendizaje de los alumnos confiando y valorando en sus potencialidades de manera que las expectativas sobre su buen hacer estén presentes también en el modo en el que calificamos. No solo por valorar los logros alcanzados, sino también porque una mirada a un estudiante en el que no creemos se convertirá, como en el efecto Pigmalión, en una profecía del fracaso. Mientras que una mirada confiada en sus logros, en sus potencialidades, en esa celebración de lo alcanzado, le reforzará y motivará para superarse. No hay mejor motivador que sabernos capaces en algo.

O, mirémoslo a revés, imagina qué sociedad quieres y diseña una evaluación que contribuya a alcanzarla: en el qué, en el cómo, en el para qué y para quién, en la forma de comunicarlo y en qué se comunica. Mimemos la evaluación: en su forma, en su contenido, en sus procesos, en el modo en el que comunicamos sus resultados. La evaluación es algo demasiado importante como para dejársela a técnicos, es necesario que sea asumida y desarrollada por docentes con conciencia de intelectuales críticos capaces de construir otra sociedad.

La educación puede cambiar la sociedad. Sin duda. Pero para ello necesitamos otra educación y, con ella, otra evaluación, más crítica, más participativa, más justa.

Referencias


Delandshere, G. (2001). Implicit theories, unexamined assumptions and the status quo of educational assessment. Assessment in Education: Principles, Policy & Practice, 8(2), 113-133.

Pérez Expósito, L. y González Aguilar, D.A. (2011). “Dime cómo evalúas y te diré qué enseñas”. Un análisis teórico sobre las relaciones entre la evaluación del aprendizaje y la enseñanza-aprendizaje de la justicia Social. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 4(1), 135-148.

Referencia Original

Murillo, F. J. e Hidalgo, N. (2015). Dime cómo evalúas y te diré qué sociedad construyes. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(1), 5-9.