martes, 1 de noviembre de 2016

Segregación Escolar e Inclusión

El 17 de mayo de 1954 la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó una sentencia histórica por la que se declararon ilegales las leyes estatales que establecían la separación de los estudiantes en las escuelas públicas en función de su raza, es el famoso caso Brown contra Consejo de Educación de Topeka. Dicho fallo señaló oportunamente que “instalaciones educativas separadas son inherentemente desiguales”. Aunque la Corte suprema hacía referencia a la existencia de escuelas diferenciadas para “blancos” y para “negros”, la idea que lo inspiró es igualmente válida hoy, más de 70 años después, y podemos generalizarla a cualquier forma de escolarización que implique la separación de los estudiantes en razón de determinadas características o condiciones.

Este fenómeno, la distribución desigual de los estudiantes en las escuelas en función de sus características personales o procedencia social y cultural, tomó el nombre de segregación escolar. Así, se refiere a la concentración de estudiantes de uno u otro grupo étnico-cultural en algunas escuelas, al agrupamiento de estudiantes inmigrantes extranjeros en determinados centros, a la distribución no uniforme de niños, niñas y adolescentes en escuelas atendiendo al nivel socioeconómico de sus familias, o a la concentración desigual de los estudiantes en función de su capacidad o rendimiento académico o a la escolarización según discapacidad en escuelas especiales. De esta forma podemos hablar de segregación escolar étnico-racial, de segregación escolar por nivel socioeconómico, de segregación escolar por origen de los estudiantes y de segregación por capacidades. Todas ellas son inherentemente desiguales e injustas. 

Independientemente de la tipología, las consecuencias que provoca la segregación escolar están bien documentadas en la literatura: tiene un claro impacto negativo en el aprendizaje de los y las estudiantes más vulnerables, en sus expectativas y autoconcepto; debilita la formación ciudadana limitando las oportunidades que ofrece el sistema de una convivencia escolar basada en la valoración de la diversidad, y dificulta la eficacia de las políticas educativas que operan sobre la vulnerabilidad, pues la segregación agrega un efecto colectivo que promueve la exclusión en y desde la educación. En definitiva, la segregación escolar es un potente efecto generador de segregación social y, con ello de injusticia social. 

Las causas de la segregación escolar hay que buscarlas en la segregación residencial, en las políticas de marketización de la educación estableciendo modelos de cuasi-mercado educativo, en la competencia entre escuelas, en mecanismos de selección y discriminación con que operan determinadas escuelas o en el fomento de la privatización de la educación. La inexistencia de políticas públicas educativas de fomento de la equidad a través de mecanismos de compensación de las desigualdades hace que irremediablemente la segregación aumente. 

No podemos dejar de recordar las palabras del filósofo político John Rawls cuando nos decía “No es suficiente con que las instituciones básicas de la sociedad sean ordenadas y eficientes, es necesario que sean justas. Y si no lo son, deben ser "reformadas o abolidas" (Rawls, 1971, p.17). La existencia de altos niveles de segregación escolar es una nítida muestra de la necesidad de una reforma profunda de los sistemas educativos. 

América Latina es la Región más inequitativa del mundo y, hasta donde tenemos evidencias (Murillo, 2016), también tiene los sistemas educativos más segregados del planeta. ¿Causa-consecuencia? Seguramente, pero solo eliminando la última podemos modificar la primera. 

Sin embargo, la segregación escolar no es igual en todos los países de América Latina (Murillo, 2016). Centrándonos en la segregación socioeconómica, Panamá, México, Colombia, Perú, Honduras y Chile tienen sistemas educativos hipersegregados, mientras que los índices de segregación de Uruguay, República Dominicana o Costa Rica pueden considerarse como medio-altos. En todo caso, todos ellos significativamente superiores a los que se dan en Europa. Solo como curiosidad, y sin atrevernos a establecer relaciones de causa-efecto, es posible afirmar que cuantos más estudiantes están matriculados en escuelas privadas en un país latinoamericano, más segregación hay. Lo que queda claro es que estas diferencias muestran que la segregación escolar es producto de determinadas políticas educativas públicas que priman el fomento de mecanismos de cuasi-mercado y la libertad de elección de familias y estudiantes, o los altos desempeños en algunas materias de unos pocos, o la disminución de la inequidad escolar… 

Segregación e inclusión son términos enfrentados que nos hablan de la misma realidad, algo así como las dos caras de la misma moneda. Son conceptos antónimos que referidos a lo educativo simplemente varían en el nivel en el que habitualmente se aplican: segregación escolar hace referencia a segregación del sistema educativo en su conjunto o a sus subsistemas, aunque no solo; inclusión educativa la usamos para entender y transformar los procesos que ocurren al interior de las escuelas, pero no exclusivamente. En todo caso son términos contrarios de tal forma que la aparición del uno implica la inexistencia del otro.

Tal y como abordamos en un editorial anterior (Duk y Murillo, 2011, p. 12), “es difícil, si no imposible, la pervivencia de escuelas inclusivas en un contexto educativo que fomente y apoye prácticas de discriminación y selección”. Si queremos una educación inclusiva, ésta debe estar conformada por aulas inclusivas, en escuelas inclusivas, en sistemas educativos inclusivos, que garanticen el derecho que todos los niños y niñas tienen, independientemente de sus diferencias, de educarse juntos bajo condiciones de igualdad. 

La existencia de segregación escolar bien por ser de carácter étnico-racial, por nivel socioeconómico, por capacidad o por origen… incluso en bajos niveles, es consustancialmente contraria a la existencia de una educación inclusiva. Si queremos construir sociedades más justas e inclusivas, es imprescindible abordar con seriedad y decisión la segregación escolar.

Referencias 

Duk, C. y Murillo, F. J. (2011). Aulas, escuelas y sistemas educativos inclusivos: la necesidad de la mirada sistémica. Revista Latinoamericana de Educación Inclusiva, 5(2), 11-12. 

Murillo, F. J. (2016). Midiendo la segregación escolar en América Latina. Un análisis metodológico utilizando el TERCE. REICE. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 14(4), 33-60. https://doi.org/10.15366/reice2016.14.4.002 

Rawls, J. A, (1971). A Theory of Justice. Cambridge, MA: Harvard University Press.

Referencia Original

Murillo, C. y Duck, (2016). Segregación escolar e inclusión. Revista Latinoamericana de Educación Inclusiva, 10(2), 11-13.

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Hacia un Proceso de Evaluación Docente Justo y Socialmente Justo

Existe una generalizada creencia de que la evaluación docente es buena per se; que su mera existencia hace que los y las docentes desarrollen mejor su trabajo y, con ello, se incremente la calidad de la enseñanza. Pero eso no es necesariamente cierto, todo lo contrario. Un proceso de evaluación que fomente la competitividad entre colegas, que genere suspicacias y desconfianzas entre los y las profesionales (y hacia ellos y ellas), que marque su actuación de tal forma que se conviertan en meros aplicadores de pautas externas, que esté descontextualizada y sea injusta… con altas probabilidades contribuirá a generar sistemas educativos inequitativos que legitimarán las desigualdades sociales.

No cabe duda que lo más valioso del sistema educativo es el conjunto de docentes que en él trabaja. Sólo una política de evaluación que les valore y apoye, que confíe en ellos, fomente su desarrollo personal y profesional y les aporte informaciones para su crecimiento podrá contribuir a una educación mejor, más equitativa e inclusiva. Se trata de construir un sistema de evaluación no sólo para los docentes sino con los docentes (Murillo e Hidalgo, 2015a).

Pero diseñar e implementar un proceso de evaluación docente que de verdad contribuya a la mejora de la calidad y la equidad de la educación no es tarea fácil. Si no es un proceso de calidad, justo y equitativo, si no es útil, creíble, consensuado, positivo, bien fundamentado... si no aporta información a los docentes para que genere en ellos un proceso de reflexión que desemboque en un esfuerzo personal de mejora... mejor no hacerlo.

Para que la evaluación docente sirva para mejorar la calidad y la equidad de la educación es necesario que proporcione información útil que ayude al profesor o la profesora a mejorar su propia práctica para conseguir el máximo desarrollo de todos y cada uno de los estudiantes, que le ayude a crecer como intelectual crítico y que promueva que luche contra las desigualdades educativas y sociales. Así de simple y así de complejo.

De las anteriores ideas podemos extraer algunas implicaciones que humildemente consideramos que contribuyen a una evaluación del docente que sea realmente justa y que favorezca la consecución de una sociedad más justa.

a) Formativa, orientada hacia la mejora docente

Posiblemente lo más importante de un proceso de evaluación docente es que aporte elementos que permitan al profesor o profesora mejorar su desempeño y, con ello, el desarrollo integral de los y las estudiantes. Este primer punto ya nos lleva a plantearnos no sólo el para qué, sino también qué se evalúa, cómo y la forma en que se comunican los resultados de la misma a los docentes. Y la respuesta debe ser siempre “de la manera en que ayude a mejorar su propia práctica”.

b) Transparente, creíble, práctica y útil

Para que una evaluación sirva realmente al docente para mejorar su práctica debe ser útil, creíble y concreta. Los parámetros tradicionalmente considerados para que una evaluación sea de calidad (objetiva, válida y fiable) no sirven de nada si el profesional al que va dirigido no confía en los resultados o si no le aporta ideas claras y concretas para su desarrollo profesional. Y eso pasa también por ser transparente en los criterios de valoración y en su aplicación. Lleva inexorablemente a pensar en una evaluación con múltiples fuentes de información, y con una amplia variedad de instrumentos, incluida la auto-valoración. No en vano, el objetivo de la evaluación ha de ser generar una reflexión personal del docente que le lleve a replantearse algunos de sus hábitos de enseñanza.

c) Que busque y logre, el desarrollo integral de sus estudiantes mediante una atención diferenciada de cada uno de ellos y ellas

El objetivo de la educación es el desarrollo integral de todos los hombres y mujeres. En coherencia con ello, una evaluación docente debe aportar informaciones que ayuden a los y las docentes a tomar las decisiones más adecuadas para su consecución. Y ello implica la formación en conocimientos, valores y desarrollo físico; pero con especial énfasis en elementos tales como la curiosidad, el trabajo en equipo, el respeto por los otros, la valoración de las diferencias individuales y sociales, el espíritu crítico, la participación o el compromiso social de los estudiantes.

Y todo ello solo será posible a partir de una enseñanza que busque la individualidad para lograr un trabajo colectivo. La atención a la diversidad es una necesidad para lograr un trabajo inclusivo, de apoyo a los que más lo necesitan y, con ello, justo.

d) Motivadora, que favorezca el compromiso docente

La investigación, y el sentido común, son tenaces en aseverar que el compromiso de los y las docentes es el factor que más contribuye a una educación de calidad. Y esa afirmación es más cierta aún si lo que buscamos es una educación que trabaje por la Justicia Social. La evaluación, por tanto, debe tener como principal función reforzar ese compromiso de los y las docentes, ayudándoles a realizar mejor su trabajo. Las evaluaciones sumativas, con repercusiones "duras" (por ejemplo, en forma de incremento salarial o promoción profesional), no son el camino. Los profesores y las profesoras son buenos profesionales que han dedicado gran parte de su vida a formarse para serlo y han tenido que someterse a un proceso de selección. Considerarles como lo que son, profesionales, y apoyarles en el desempeño de su función es el deber del conjunto del sistema educativo, favoreciendo que se sientan motivados a seguir creciendo profesionalmente y comprometidos con sus estudiantes, con la escuela y con la sociedad.

e) Positiva, reforzadora y no jerárquica

Para que esta reflexión se dé realmente es imprescindible cambiar la cultura de la evaluación. Los años han ido configurando una evaluación educativa jerárquica, negativa y represiva. Una evaluación donde “el que sabe”, ocupando una posición de poder, dice al que “no sabe” lo que hace mal, y todo ello para imponerle algún tipo de castigo por ello. Una evaluación socialmente justa cambia esa forma de ver la evaluación, proponiendo una evaluación diferente, que sea positiva, que destaque en primer lugar y por sobre de otras cuestiones los elementos que funcionen, que se hacen bien. Del trabajo de un profesional hay un 90% de cosas bien hechas y un 10% que deben ser mejoradas; fijémonos en el 90% para poder cambiar el 10%. Eso solo es posible si el evaluador es un par, un igual, un amigo crítico en lugar de una persona con autoridad institucional. Se trata de que lo que diga, sea bueno o malo, sea creíble por las evidencias que tiene, no por su posición.

f) Contextualizada, centrada en el centro docente donde desempeña su trabajo

No hay nada más injusto que una evaluación igual para todos. El y la docente desarrollan sus funciones en un centro docente concreto situado en un contexto determinado. Las características, expectativas, normas y valores de la escuela, así como el contexto socioeconómico y cultural del entorno y las familias, inciden de una forma determinante en su desempeño. De esta forma, es preciso avanzar hacia una evaluación del docente enmarcada en la escuela donde trabaja. Quizá la estrategia es desarrollar la evaluación de los docentes y de la escuela de forma simultánea, recogiendo también información sobre los condicionantes y características de la escuela. Sin duda es un tema a explorar en un futuro que posibilitará no solo una evaluación más ajustada, sino también una disminución de los costos y el tiempo en el proceso evaluativo.

g) Flexible, capaz de adaptarse al contexto y evolucionar en el tiempo

Otra de las características que desde nuestro punto de vista debe tener cualquier modelo de evaluación de docentes es que sea flexible, que sea capaz de adaptarse al contexto y que evolucione en el tiempo para mejorar los desajustes que se vayan presentando y acorde a las nuevas circunstancias que puedan surgir. Efectivamente, uno de los problemas de la evaluación es su aplicación rígida y acrítica. Cada docente, cada escuela, cada situación es única, y si lo que se pretende es aportar ideas para que cada docente reflexione sobre su situación y mejore, está claro que el modelo debe ser suficientemente abierto como para que se ajuste a las diferentes circunstancias.

h) Personal y cíclica, que desemboque en planes de mejora personales

Se trata de que las evaluaciones desemboquen en un plan de mejora personal de cada docente. Un plan de mejora donde cada profesor o profesora se comprometa por escrito a mejorar los aspectos detectados en la evaluación y consensuados entre el evaluador y el docente. La siguiente evaluación, entonces, se centrará en revisar los casos y los resultados de ese plan personal de mejora. De esta forma, todos los docentes tendrán que comprometerse a mejorar su trabajo, independientemente de si éste puede ser considerado mejor o peor, reformando la implicación y el profesionalismo de aquéllos.

i) Que genere docentes intelectuales críticos comprometidos con la Justicia Social

Una educación que trabaje por una sociedad distinta, más justa e inclusiva, exige de docentes intelectuales críticos. Docentes capaces de generar nuevas ideas, encontrar nuevas caminos, ser líderes en el aula, la escuela y la sociedad, con una buena formación en torno a cuestiones epistemológicas, políticas y problemas educativos, críticos con la situación actual, pero esperanzados en sus acciones, que encabecen un movimiento intelectual a favor de otra sociedad.

Podría parecer que la evaluación no tiene nada que aportar, pero no es así. La evaluación aporta las ideas necesarias para lograr que los profesores y profesoras sean unos intelectuales críticos con la situación actual de opresión así como comprometidos con el cambio social, aspectos fundamentales para orientar la evaluación docente a la Justicia Social.

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Avanzar hacia una evaluación docente que se desarrolle mediante un proceso justo y que se oriente a que la sociedad también lo sea requiere del trabajo e implicación de todo el sistema educativo, desde los políticos y evaluadores hasta los propios docentes pasando por las escuelas. Reflexionar acerca de las implicaciones mencionadas en estas tímidas ideas es el primer paso para lograr una evaluación docente capaz de cambiar la educación y la sociedad. Está en nuestras manos diseñar e implementar una nueva práctica evaluativa centrada en los y las docentes, donde sean protagonistas de su evaluación y esta se revierta en una mejora evidente de su propia práctica, ayudando a su desarrollo personal y profesional y a la configuración de una educación que luche por una sociedad más justa. 

Hace unos meses titulábamos un Editorial con esta frase “Dime cómo evalúas y te diré qué sociedad construyes” (Murillo e Hidalgo, 2015b). En coherencia con esta afirmación, dime cómo es la evaluación docente y así serán las presiones o los apoyos que tengan los profesionales de la educación para ser o intelectuales comprometidos con la Justicia Social o técnicos acríticos que contribuirán a legitimar las desigualdades existentes en la sociedad. 

Referencias 

Murillo, F.J. e Hidalgo, N. (2015a). Enfoques fundamentantes de la Evaluación de Estudiantes para la Justicia Social. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(1), 43-61. 

Murillo, F.J. e Hidalgo, N. (2015b). Dime cómo evalúas y te diré qué sociedad construyes. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(1), 5-9

Referencia Original

Murillo , F. J. e Hidalgo (2016) Hacia un proceso de evaluación docente justo y socialmente justo. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 9(2), 5-8.
https://revistas.uam.es/index.php/riee/article/view/6675/7054

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domingo, 1 de mayo de 2016

Evaluación Democrática y para la Democracia

En un libro publicado unos días antes de morir, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (2001) destacó el carácter claramente anti-democrático de la evaluación de los estudiantes. En línea con filósofos críticos como Michel Foucault (2001), Bourdieu consideró que la evaluación ejerce un poder coercitivo simbólico hacia los alumnos y alumnas a través de mecanismos tales como el uso de pruebas externas estandarizadas que sirven más para ordenar y clasificar que para mejorar, la opinión pública que se genera a partir de los resultados de evaluación cuando se traducen en el uso de rankings, la dependencia hacia la evaluación que se crea entre los estudiantes ya desde edades tempranas, o el falso mito de que las calificaciones reflejan el aprendizaje de los estudiantes. 

Aunque en estos 15 años transcurridos se han multiplicados los esfuerzos, especialmente teóricos, para ofrecer alternativas en la evaluación, como el surgimiento de enfoques tales como la Evaluación Auténtica, la Evaluación Culturalmente Sensible, la Evaluación Crítica, la Evaluación Democrática Deliberativa, o la Evaluación para la Justicia Social (Murillo e Hidalgo, 2015), la realidad muestra que sigue ejerciendo un fuerte poder coercitivo sobre los estudiantes y sobre los docentes, convirtiéndose en el principal instrumento de control educativo, especialmente por parte de las Administraciones (Shohamy, 2001). Así, no hay forma más eficaz de controlar a los profesores y profesoras, a los estudiantes y a lo que acontece en las aulas y escuelas -poniendo incluso en duda la capacidad y el profesionalismo de los trabajadores de la educación-, que imponer sistemas externos de evaluación con consecuencias vitales para el futuro de las escuelas y de los propios niños, niñas y adolescentes. 


Sin que lo anterior deje de ser cierto, no lo es menos que la evaluación es una de las herramientas más potentes de las que disponemos para romper con prácticas educativas autoritarias y convertirse en una herramienta democrática para el aprendizaje de los estudiantes y para el cambio social. Efectivamente, su situación privilegiada dentro del proceso de enseñanza y aprendizaje, pero también ser un elemento crítico que mediatiza y es mediatizado por la cultura escolar, le hace que pueda convertirse en un potente catalizador que genere un proceso de transformación de las prácticas docentes y la cultura escolar. Una evaluación democrática puede contribuir a la democratización de las aulas, de la escuela y, por qué no, de la sociedad. 

Seamos claros. ¿Es posible una sociedad democrática con escuelas autoritarias? ¿Es posible tener escuelas y aulas democráticas si las evaluaciones son represoras, jerárquicas y coercitivas en su diseño, desarrollo, corrección y devolución? Nos cuesta imaginarlo. 

Sin pretender elaborar un manual, sí que nos gustaría aportar algunas ideas para ayudarnos a reflexionar sobre el sentido de la Evaluación Democrática de los estudiantes: 

Empoderar a los estudiantes. La evaluación debe convertirse en un proceso que empodere a los alumnos y alumnas en su propio proceso de aprendizaje. Una práctica evaluativa democrática requiere la participación activa de los estudiantes en todo el proceso evaluativo: en el diseño, en la ejecución, en la corrección, en la devolución de la información y en las decisiones que se toman derivadas de la evaluación (Greene, 2000). No supone únicamente conocer sus opiniones o tomar alguna decisión a través de una votación, sino convertirles en responsables últimos de su aprendizaje. 

De la evaluación de los estudiantes a la evaluación con ellos. Nadie cambia si no quiere hacerlo. Estrategias de autoevaluación, que busquen una reflexión personal del estudiante de su propio aprendizaje así como de los retos a superar, es una estrategia democrática y eficaz para avanzar.

Crítica. La evaluación también ha de posibilitar a los estudiantes reflexionar críticamente y aportar sus puntos de vista alternativos, creativos y críticos. La búsqueda de la “verdad única” que el docente posee y el alumno desconoce, y que solo puede alcanzarse por el método prescrito es como suena, una práctica represiva. 

Justa. Una evaluación nunca podrá ser democrática sino es justa. La justicia supone una atención diferencial a los estudiantes, dando más a aquellos que más lo necesitan y utilizando estrategias variadas para no favorecer a un determinado tipo de alumno o alumna. De igual forma, ha de contribuir al desarrollo integral de los estudiantes, evaluando no únicamente los aspectos cognitivos sino también actitudinales, procedimentales, afectivos… Pero de nada sirve todo esto si no valoramos el avance real de los estudiantes. El recorrido que cada estudiante realiza es individual y por lo tanto, la evaluación también tiene que serlo. 

No jerárquica. La práctica evaluativa ha de estar enmarcada en una reconsideración de la figura y el papel del docente que se libera de su armadura de poder para ser un mediador en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Siguiendo a Freire (1971), hay que superar la idea de que el que “sabe” deposita en el que “no sabe” el conocimiento, ya que esto supone un mantenimiento de las estructuras de poder existentes tanto en la escuela como en la sociedad. 

Cooperativa. El trabajo en equipo y la cooperación entre los estudiantes ha de formar parte de la esencia de la evaluación democrática. Enseñar a los estudiantes a trabajar de forma conjunta, colaborativa y participativa favorece el desarrollo de una evaluación democrática. Este trabajo cooperativo en términos evaluativos, no debe realizarse únicamente entre los estudiantes, sino también entre los docentes y con familias. La comunidad es un elemento esencial de la democracia, y debe estar presente y activa en las escuelas.  

Social. De acuerdo con lo que afirman House y Howe (2000, p. 3) “las prácticas evaluativas están firmemente arraigadas a determinadas estructuras sociales e institucionales”, y por lo tanto tienen que tener el poder de transformar la sociedad. Una vez la evaluación es democrática, es decir, se desarrolla a través de procesos democráticos donde participan a los estudiantes, es necesario que la misma prepare a los estudiantes para favorecer la democracia en la sociedad. Así, dotarles de herramientas para hablar en público, ser críticos con la realidad, expresar sus ideas y conocer los cauces sociales de participación es fundamental para que la evaluación suponga un cambio, no tan solo en el aula, sino especialmente en la sociedad. 

En las escuelas, los estudiantes aprenden cómo funciona la sociedad así como su papel en la misma. A través de la evaluación, los docentes pueden concienciar a los estudiantes acerca de su papel crítico en la transformación social, ayudarles a comprender que su participación social es fundamental igual que lo es en su aprendizaje. Si la escuela quiere cambiar la sociedad es necesario que empiece por incluir a los estudiantes en su evaluación, enseñándoles a tomar decisiones y ser responsables de su aprendizaje. 

Transformar las prácticas evaluativas para que promuevan la democracia en la sociedad supone dejar de ver la evaluación como un simple instrumento de medición y comprenderlo como una herramienta al servicio del aprendizaje autónomo de los estudiantes y de la conformación de una sociedad más justa y democrática. 

Referencias 

Bourdieu, P. (2001). Langage et pouvoir symbolique. París: Seuil/Points. 

Foucault, M. (2001). Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI Editores. 

Freire, P. (1971). Pedagogía del oprimido. Ciudad de México: Siglo XXI Editores. 

Greene, J. C. (2000). Challenges in practicing deliberative democratic evaluation. New Directions for Evaluation, 2000(85), 13-26. 

House, E. R. y Howe, K. R. (2000). Deliberative democratic evaluation in practice. En D. Stufflebeam, G. Madaus y T. Kellaghan (Eds.), Evaluation models (pp. 409-421). Londres: Springer. 

Murillo, F.J. e Hidalgo, N. (2015). Enfoques Fundamentantes de la Evaluación de Estudiantes para la Justicia Social. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 8(1), 43-61. 

Shohamy, E. (2001). Democratic assessment as an alternative. Language Testing, 18(4), 373–391.


Referencia Original

Murillo. F. J. e Hidalgo, N. (2016). Evaluación democrática y para la democracia. Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa, 9(1), 5-7.